
Mis hijos me adoran. Nunca lo he dudado. Me lo dijeron desde mucho antes de hablar. Amores puros y divinos de besitos, sonrisas, topi-topi, sobeteo, carcajadas... de todo. Pero igual -desde bebitos- al enfermarse lloraban y gritaban cuando yo los atendía. Al acercarse su papá, cesaban los gritos; sí quedaban lagrimitas, pero nada de gritos. Hasta se le recostaban al hombro.
¿Se sentían más seguros con él? ¿El pecho más ancho? ¿Los brazos más fuertes? Probablemente. Pero siempre le digo a mi esposo que a mí me quieren más porque me liberaban de sus vómitos, sus churretas y la bendita O+. Sólo me dejaban atenderlos cuando la fiebre era muy alta y necesitaban los baños de agua fresca. En situaciones de vómitos, diarreas, o cortaduras, sólo se dejaban atender de su “paaaaaaaaaa-paaaaaaa”.
Soy muy injusta cuando lo bromeo; pero él me bromea a mí también. La única vez que me tocó manejar un evento de sangre/emergencia/hospital, reaccioné muy bien hasta que ví al muchachito.
Cuando me llamaron “del cuido”, me doraron la píldora. Lo entendí como una “emergencia light” porque era una “cortadurita” en la cara. Mientras conducía desde la oficina hasta el lugar del accidente donde lo cuidaban pensaba en la estrategia de la ruta para llevarlo al hospital. En las tarjetas del plan médico, en que le avisaran a mi esposo cuando me llamara a la oficina (recuerdo que no había celulares).
Ahora bien, cuando me entregaron al muchachito con una toalla machada de sangre, pegada de medio lado de la cara, me preocupé “un poco” más.
¡Horror, dijo Mamá Gallina!” Era tanta y tanta, tantísima sangre que pensé que necesitaría trasfusiones de varios donantes. No quise ver el golpe por si al sacarle la toalla se desangraba completito. Temblé como una hojita de sauce llorón con la brisa de Navidad; pero me hice la fuerte. Le hablé de lo valiente que él era, con la esperanza que no se diera cuenta de la madre cobarde que tiene. Llegué al hospital y entré haciendo alboroto por la Sala de Emergencias.
- “¡Ayúdenme! ¡Tengo un niño muy herido!”, clamé a gritos, a sabiendas de que el personal de emergencias está “curado de espanto”, porque me miraron como si dijeran, “otra histérica más”.
En lo que llenamos el papeleo, habían acostado al muchachito, y… ¡le habían quitado la toalla de la cara! Cuando me acerqué, pensé que le veía el cráneo y que le había volado la nariz; que había perdido los labios y la dentadura de leche.
-"Venga Mamá, tranquilice a su hijo”
- “¿Yoooo?”
- “¿Usted no era la mamá?”
- "¡Ay mi hijito tiene sangre!”, y eso fue lo último que dicen que dije porque me desplomé sin repensarlo. Todos "tenemos sangre".
Al rato llegó mi Superman. En ese momento lo pensé como el caballero vestido de brillosa armadura plateada, presto a atacar al dragón para salvar a esposa desmayada e hijo ensangrentado. Lo ví corriendo sobre un caballo blanco, y como en las películas, a cámara lenta el trote del corcel agitaba las crines blancas… ehhhh… mmm…, tanta blancura… me di cuenta que deliraba y la blancura era la de las batas de los médicos, y que a mí me atendía la enfermera que auxiliaba a mi bebé herido.
Si en algún momento surgió duda, ese día, Mi Hijo Favorito de los Mayores me reafirmó que en caso de vómitos, diarreas y sangre, ¡con Súper Papá se sienten más seguros!
Es que su madre, se desMadra.
(Foto de la Web)